jueves, 10 de mayo de 2012

A mi madre


Yo era aún una niña cuando mi madre tuvo a su doceavo y último hijo, una partera fue a asistirla a casa porque luego de un par de malas experiencias en el casi recién estrenado IMSS mi madre no quiso ir nuevamente y tuvo a su última bebé igual que tuvo a los primeros, en casa y con partera. 

A todos los niños nos reunieron en el cuarto de costura de la abuela, para que no nos enteráramos cómo era que la cigüeña hacía sus entregas.

Estar encerrados en ese cuarto que normalmente era vetado para nosotros era un sueño. Yo apenas tenía conciencia de lo que estaba sucediendo allá afuera, estaba fascinada con todas esas telas por doquier, hilos de todos colores, agujas, botones, cierres, cinta métrica, etc. y en el centro de la habitación la flamante máquina de coser, de esas antiguas de pedal. Esa máquina mágica de la que salieron nuestros vestidos de primera comunión, nuestros “hotpants” para ir al “Calvario” en semana santa y hasta uno que otro vestido largo de 15 años.

Cuando pudimos salir vimos asombrados a la recién nacida. A ella, la última, le tocó llevar el nombre de nuestra madre: Rafaela. Un nombre de carácter al que madre e hija hicieron honor.

Mis padres tuvieron hijos sistemáticamente cada dos años desde que se casaron y hasta que la naturaleza dijo basta. En esos tiempos era así. Ella era una mujer fuerte con una salud frágil, nos contaba que cuando mejor se sentía era cuando estaba embarazada, parece ser que sus hijos en gestación reacomodaban placenteramente el interior de su ser.

Mi madre era una mujer muy atractiva, con un porte altivo y de andar enérgico. Una mujer orgullosa y sabia que supo, con la ayuda de mi padre y abuela paterna educar a doce niños en un ambiente que podría considerarse adverso. Nos amó a todos por igual y así nos lo hizo sentir, todos éramos especiales y queridos.

La recuerdo muy alta y en realidad no lo era tanto, es que así de grandota la veía. Ante mis ojos era algo así como una súper heroína, todo lo encontraba, todo lo sabía, todo lo arreglaba. Por ejemplo si perdíamos una llave ella tomaba el candado con un mano y con la otra se quitaba un pasador del cabello y en dos movimientos el candado estaba abierto. Allí donde yo veía un problema insalvable ella lo resolvía en dos pasos.

Se casó siendo muy joven y tenía una relación cordial con su suegra. Siempre le habló de usted, sin embargo las recuerdo jugando y en ocasiones esos juegos los terminaban rodando por la cama o en el suelo, muertas de la risa. ¿Quién puede llevar una relación así con su suegra?

Cuando mi mamá acudía a la escuela para una junta o para resolver algún problema, o simplemente iba por nosotros, nos sentíamos henchidos de orgullo y decíamos "¡Mira, esa es mi mamá, vino por mí!

Recuerdo que a veces mi mamá se permitía un pequeño lujo, generalmente cuando estaba embarazada. Se compraba una Pepsi y un Gansito. Se sentaba en el patio junto al capulín y cuando estaba a punto de morder el Gansito se veía rodeada de pronto por sus pequeños hijos. No le pedíamos, era de ella!, pero pues podíamos mirar un poquito verdad? Entonces con gesto resignado comenzaba a circular su gansito y su refresco entre todos, algunas veces habrá alcanzado a dar una mordida y un trago... otras veces no.

A todos nos asignaba tareas según la edad, hacer camas, lavar trastes, hacer los mandados, cuidar a los más pequeños o ayudarlos en su tarea escolar, cocinar, etc.

En las tardes podíamos salir a jugar, era una calle cerrada y era toda nuestra, a veces élla jugaba con nosotros beis, o toro, o piso, nos enseñaba rondas (¡Amo ato, matarilerilero...!), otras más se quedaba viéndonos desde la puerta de la casa, cuidándonos. Cuando comenzaba a caer la noche nos llamaba a gritos... ¡Carolina, Irene, Pepe., Miguel, etc, (muchos etcéteras)! nosotros por supuesto no siempre atendíamos a la primera llamada, pero era bajo nuestro riesgo.

Luego de dos o tres gritos la veíamos entrar a casa, para salir enseguida con un cinturón en la mano, entonces sí hacíamos caso. Entrábamos corriendo en fila india, ella parada en la puerta soltaba uno que otro cinturonazo, los rápidos y listos la libraban, los lentos y zoquetes llevábamos doble ración.

Mi madre sí que se ayudó con el cinturón o con el zapato cuando hizo falta para redondear nuestra educación. Una nalgada o cinturonazo en el momento justo obraron maravillas. Actuó siempre con sabiduría y justicia y estoy agradecida por ello.

Mis padres eran católicos, así que nos enseñaron a rezar a ese señor que estaba allá en “los cielos”, que nos cuidaba y que nos escuchaba cuando necesitábamos de su ayuda. Nos enseñaron a temerlo y que el mal que se hacía se pagaba. Recuerdo su larga mano enderezando mis deditos para enseñarme a hacer la señal de la cruz.

La recuerdo también formándonos y dándonos unas pastillas de hígado de bacalao que sabían horrible, o calcio, o de plano nos inyectaba vitaminas, según las instrucciones médicas.

Cuando adolescentes estaba siempre pendiente de nuestros horarios, si alguna hija no llegaba a la hora habitual comenzaba a mirar el reloj constantemente, peor aún si andaba con amigas o con algún novio que no era del todo de su agrado. En un momento dado se ponía un suéter y salía a esperarla a la parada del autobús. Esos momentos no siempre tenían un final feliz.

Crecimos y siempre permanecimos unidos. Somos de esas raras familias donde los hermanos no pelean, al contrario, parecemos muéganos de lo pegados que anduvimos siempre y hasta la fecha. Nos inculcó el amor y el respeto entre nosotros. Nos enseñó a no decir mentiras, ella no las decía nunca. Una vez le rogué ser mi cómplice en una mentira blanca, de esas de broma a mis hermanos y no logré convencerla. En otras ocasiones le decíamos, “Má, ¿A quién quieres más de todos tus hijos?” Su respuesta siempre fue... a todos... y no logramos nunca una respuesta diferente.

Ya en los últimos años y cuando ya casi todos mis hermanos se habían ido de casa y habían formado sus propias familias, recuerdo que pasaba a mi recámara a darme las buenas noches, se sonreía y desde la puerta me decía... “Buenas noches hija... te quiero un chingo”.

Cuando mi padre murió la ví derrumbarse. Estuvieron juntos 50 años. Recuerdo que le daban el pésame y ella decía con lágrimas en los ojos “Perdi a mi compañero de vida, me ha dejado sola ¿Qué voy a hacer sin él? Afortunadamente tenía todavía a sus doce hijos y juntos seguimos adelante.

Fue una excelente abuela, pero no como las abuelas tradicionales, nunca “peinó” canas, ni siquiera usaba anteojos, jugaba con sus nietos tan alegremente que algunos ni la llamaban abuela, le decían “tía” para  su beneplácito, así de joven lucía, así de jovial era. Una vez una sobrinita le dijo a su mamá... “oye mamá, ¿por qué yo no tengo abuelita?” “Sí tienes mija, es tu abuela Rafa”, “¡No mamá, yo digo una a-bue-li-ta, de esas de chongo blanco, gordita y anteojos, con mecedora para que me cargue y me cuente cuentos!” Pues no, mi madre no fue ese tipo de abuela.

Como madre de hijas adultas fue fantástica, nos divertíamos mucho. Era una mujer informada, que evolucionó con los años, que bromeaba fuerte, haciéndonos preguntas personales y picarescas a veces. Otras veces nos poníamos serias y hablábamos de religión y cuestionábamos lo aprendido de niños, ella participaba, concedía, aprendíamos juntos.

Le gustaba cantar y no se hacía mucho del rogar cuando le pedíamos en coro... ¡Canta "Delgadina"! ¡Canta "Volver Volver"! y de adultos seguíamos jugando, le encantaban los juegos de mesa, como el dominó y  las cartas, algunas veces vimos el amanecer jugando. Era fan de llenar crucigramas y tuvo su temporada de "Tetrix" era una vaga jugando carreras de coches. Ya desde niños también fue la campeona familiar del trompo, las canicas el yoyo y la matatena.

Como suegra fue un sueño hecho realidad, la adoraban. Jamás se metió en los matrimonios de sus hijos, aunque ahí estuvo cuando se necesito su consejo y apoyo.

El tiempo es implacable y mi madre estaba cada vez más enferma, cada vez más frágil y temerosa de los diagnósticos médicos. Tantas veces visitó hospitales, tantas veces le pusieron sueros, tanto la “picaron” como ella decía, que al final estaba muy cansada y asustada. Era enfática en sus deseos “No quiero que me dialisen, no quiero un marcapasos, no quiero morir en el hospital”

Tratamos de hacerle la vida lo más llevadera posible, aunque con oxígeno los últimos tiempos, cada paso hacia adelante era una pequeña victoria. Sin embargo llegó el momento en el que entendimos que comenzaba la cuenta regresiva. Ella marcó ese momento cuando cambió el “no me quiero morir, me gusta la vida, quiero seguir con mis hijos, ya le dije a tu papá que ya pronto estaré con él, pero que me espere otro poquito” al “Ya hablé con el Señor de las Maravillas, le pedí tiempo pero me dijo que ya es la hora, y es que ya es mucho dolor, la vida así ya no vale la pena vivirla, es hora de irme”

Se fue hace casi tres años. Murio en su casa como era su deseo, murió rodeada de sus hijos, nietos, bisnietos y yernos. Se fue en paz. 

Su legado de amor nos enaltece, su corazón bravío late en cada uno de nosotros.  Ella nunca se irá del todo.

¡Yo también te quiero un chingo Má!

2 comentarios:

  1. Gracias, muchas gracias por compartir algo tan hermoso.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias a tí Mónica por leerlo. Quedó largo y aún así apenas es un atisbo de la bendición de madre que tuve. Un abrazo.

      Eliminar