domingo, 2 de noviembre de 2014

Las Ofrendas

Como mis padres eran de Jonacatepec, un bellísimo pueblo de Morelos, observaban las tradiciones muy puntualmente; así que tenían costumbre de poner la ofrenda de muertos sin falta, porque creían firmemente que sus seres queridos muertos venían en esas fechas a visitar la casa y a degustar sus alimentos preferidos.

Cada año esta celebración la guardaban muy estrictamente. El “día de los niños”, el “día de los matados”, etc. y si tenían un ser querido que hubiera muerto en esa circunstancia (siendo niño o habiendo sido “matado”) ese día ponían flores, veladoras y vasos de agua; hasta que llegábamos al 1 de noviembre, el “Día de Muertos” o “Todos los Santos”. Ese día antes de las doce del día el Altar de Muertos o mejor conocido como “Ofrenda” debía estar puesto y no se quitaba ni tocaba nada sino hasta el 2 de noviembre dia de "Los Fieles difuntos" después de las doce del día.

Como éramos una familia numerosa teníamos una mesa con capacidad para albergar a doce comensales o más, y esa mesa la pegaban a la pared y la llenaban como ahora les voy a contar:

Mandaban a hacer pan de muerto, o sea “hojaldras” y también otro pan salado que tenia forma de un yoyo aplastado. De hojaldras hacían dos canastos y de pan de sal uno.

Compraban mucha fruta como cañas, manzanas, naranjas, plátanos, guayabas, jicamas, etc. Mi papá daba hasta dos vueltas al centro para volver con costales de estas frutas.

Ponían mucha flor de muerto mejor conocida como “Cempasúchil” y también otra flor guinda llamada “Terciopelo”. También otras flores llamadas “Nube”.

Por ultimo agregaban diferentes guisos que era tradición poner y además aquellos que les gustaron a sus difuntos particularmente. En casa siempre ponían Pipian Verde, Tamales de Ceniza para acompañar el pipian, Mole Poblano, Arroz con Leche, Dulce de Tejocote y Guayaba, Pepitoria, Ponteduro (dulce de maíz y piloncillo), Calabaza en Tacha, Camotes, Chayotes hervidos y muchas cosas más que escapan a mi memoria.

Estos platos y postres requerían de mucha preparación y la noche del 31 de octubre no dormían ni mi mama ni mi abuelita porque toda la noche se la pasaban cocinando. Nosotros los niños complementábamos la escena estorbando y haciendomil preguntas.

Mi abuela, que nació en 1900, nos contaba historias mientras molía en el metate y moldeaba entre sus manos el triángulo que conformaba el “Ponteduro”:

“Había un señor que no creía en estas celebraciones, ni que los muertos volvían a sus casas y probaban la ofrenda que sus seres queridos les habían puesto, así que cuando su esposa quiso poner la ofrenda el 1 de noviembre para su suegra que había muerto ese año, el señor se negó rotundamente, diciéndole que se dejara de tonterías, que eso no era cierto y que no le daba permiso de ponerla. La señora insistió mucho, le dijo que aunque sea le pusieran un vaso de agua y una veladora, el señor dijo que no y que era su última palabra. Antes de irse al campo a trabajar puso un ocote sobra la mesa y le gritó a su esposa “¡Ahí está la ofrenda!” y se fue.

Las señoras de ese tiempo eran muy obedientes así que no puso nada, dejó el ocote sobre la mesa y siguió aseando la casa murmurando oraciones por el alma de su suegra.

El señor ese día se ensimismó tanto en el trabajo y estaba tan enojado por las necedades de su mujer que no se dio cuenta que le cayó la noche. Cuando quiso volver a su casa estaba todo tan negro que se perdió en el camino. De pronto vio una hilera de luces que venían en dirección a él y se asustó, se quedó pegadito al tronco de un árbol sin moverse. Cuando la procesión se acercó desfilaron ante él ánimas cargando sus veladoras, guisos, frutas, flores, iban susurrando un canto celestial y festivo. Muy atrás venía una ánima silenciosa, sin luz que la alumbrara, cuando pasó al lado suyo ésta volvió la cabeza hacia él, mostrándole el ocote que llevaba en la mano. El señor echó  a correr asustadísimo y no paró hasta que llegó a su casa, le pidió perdón a su mujer, no le contó lo que le pasó pero a partir del siguiente año siempre hubo una ofrenda en su casa”.

Entre historias de este tipo íbamos viendo cómo iban quedando los platos listos, los iban poniendo en la mesa, a la que agregaban como toque final algún licor y cigarros de la preferencia de los muertos homenajeados.

Nosotros los niños mirábamos con fascinación la ofrenda. Encendían el copal y el incienso y hacían un caminito con hojitas de cempasúchil desde la mesa de la ofrenda hasta la puerta de entrada a la casa para que “encontraran” el camino. Apagaban las luces y la única luz era la de las veladoras encendidas, el humo del incienso y los olores mezclados de todas esas viandas hacían un olor único que recuerdo perfecto mientras escribo esto. Nuestras enormes ganas de probar la ofrenda nos las aguantábamos. No podíamos tocar nada y no lo hacíamos porque creíamos firmemente en la amenaza de: ¡Si se comen algo de la ofrenda vendrán los muertos a “jalarles las patas”!.

Había que esperar a que amaneciera y dieran las doce del día para poder levantar la ofrenda y ahora sí, ¡Comíamos de todo hasta que nos dolía la “panza”!

Los que inculcaron en nosotros esas tradiciones ya no están, hoy son ellos los homenajeados. De ninguna manera ponemos una ofrenda de ese tipo, pero tampoco ponemos un ocote ¿eh?, veladoras, flores, agua, pan y fruta seguro que lo encuentran. Tampoco esperamos a que se levante la ofrenda para probar el pan hasta que se ha puesto duro. Le damos sus pellizcadas antes y sabemos que no habrá jalada de patas, sino una sonrisa amorosa de comprensión desde el cielo.

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