El año que fui a Roma no lo olvidaré nunca, por su gente,
su comida y, principalmente, por la increíble historia y arquitectura de la
Ciudad.
Visitar el Vaticano era un sueño dorado que se convertía en
realidad. En esta ocasión no relataré mis impresiones en el lugar, que fueron
muchas y muy sentidas.
Saliendo de la Plaza de San Pedro me encaminé a los Museos
del Vaticano, ansiosa por ver particularmente La Capilla Sixtina.
Hay que recorrer algunas calles que a nuestra izquierda
tienen un gran muro, como si nos encamináramos a la espalda de la plaza. Es una
calle muy concurrida, con turistas de muchas nacionalidades y también muchos
mendigos que eran todos iguales: Mujeres con aspecto de gitanas, con un “niño”
enredado en rebozos y ropa en su regazo y pidiendo limosna con vehemencia.
Estábamos a finales de enero, hacía mucho frio. Yo llevaba
una gruesa chamarra. Ese día siguiendo los consejos de muchos que me
advirtieron que había muchos carteristas en la zona, me había guardado la
cartera con tarjetas y dinero en una bolsa delantera, a la altura de mi pecho.
Esa bolsa albergaba con amplitud mi cartera, además tenía una pequeña solapa
con velcro.
Caminaba entre la muchedumbre cuando una de estas mujeres
mendigantes se me acercó, y extendiéndome la mano dijo: “¡Prego signora!
¡Prego!”
Yo moví la cabeza diciéndole con la señal universal que
indica “No” y continué avanzando, ella siguió caminando al lado mío pegándose
cada vez más y diciendo más alto: “¡Prego! ¡mío figlio, mangiare!” que yo
traducía como “¡ Por favor, mi hijito tiene hambre, comida”! yo seguía
caminando más de prisa, y ya diciéndole “¡No, no!” “¡Déjame!” y finalmente se
alejó.
Yo pensaba “Qué bárbara, cómo se me pegó, casi me ti…” y me
llevo la mano al pecho, ¡ya no tenía la cartera! Me giro en redondo
horrorizada, pensando cómo la voy a identificar entre tantas mujeres iguales y
tanta gente, el pensar que me había robado todo mi dinero, mis tarjetas de
crédito y hasta la tarjeta de crédito de la empresa me hacía sudar.
Siempre he creído que estás situaciones sacan lo mejor (¿o
peor?) de mí, porque la identifiqué inmediatamente, caminé o corrí hacia ella y
tomándola de un brazo le dije “¡Dame mi cartera!” No sé si le hablé en español,
en inglés o hasta en italiano (idioma que desconozco por completo). Ella se
jalonaba y decía “¡no tengo nada, no tengo nada!”, no sé si me lo decía en
español, en inglés o en italiano (que ya saben que no hablo el idioma) pero le
entendía clarito.
Comencé a halar con más fuerza de su brazo, no la pensaba
dejar ir, y le seguía diciendo que me diera mi cartera, que ahí llevaba hasta
mi pasaporte, cosa que no era cierta, ¡pero algo dentro de mí me decía que
usara todos los recursos!
Con una mano la sostenía para que no se me fuera y con la
otra comencé a remover su ropa, teniendo cuidado de no lastimar al “niño”, a su
“son”, a su “figlio” (ese día aprendí algunas palabras en italiano), pero
entre más ropa removía, me daba cuenta que no había tal bebé, que era sólo un
manojo de prendas dispuestas para simular un crío. La mujer ya estaba
descompuesta, se daba cuenta que no me iba a detener.
De entre el río de gente que caminaba a nuestro alrededor,
que miraba con curiosidad, pero no se detenían; una pareja de suecos, - eran
rubios platinados, blancos, muy blancos y les di esa nacionalidad -, me dijeron
“Ya la tiró”. (Ellos sí seguro me hablaron en inglés), bajé la vista al suelo y
ahí estaba mi amada cartera junto a los pies de la mujer. La recojo de
inmediato, suelto a la mujer que se escabulle de inmediato y le doy las gracias
a mis ángeles, pero ya se han alejado también.
Por cierto, en los Museos del Vaticano hay mucho que ver
además de la Capilla Sixtina, de la cual salí con tortícolis pero feliz.