Como mis padres eran de Jonacatepec, un bellísimo pueblo de Morelos, observaban las tradiciones muy puntualmente; así que tenían costumbre
de poner la ofrenda de muertos sin falta, porque creían firmemente que sus
seres queridos muertos venían en esas fechas a visitar la casa y a degustar sus
alimentos preferidos.
Cada año esta celebración la guardaban muy
estrictamente. El “día de los niños”, el “día de los matados”, etc. y si tenían
un ser querido que hubiera muerto en esa circunstancia (siendo niño o habiendo
sido “matado”) ese día ponían flores, veladoras y vasos de agua; hasta que
llegábamos al 1 de noviembre, el “Día de Muertos” o “Todos los Santos”. Ese día
antes de las doce del día el Altar de Muertos o mejor conocido como “Ofrenda” debía
estar puesto y no se quitaba ni tocaba nada sino hasta el 2 de noviembre dia de "Los Fieles difuntos" después de las doce del día.
Como éramos una familia numerosa teníamos
una mesa con capacidad para albergar a doce comensales o más, y esa mesa la
pegaban a la pared y la llenaban como ahora les voy a contar:
Mandaban a hacer pan de muerto, o sea “hojaldras”
y también otro pan salado que tenia forma de un yoyo aplastado. De hojaldras
hacían dos canastos y de pan de sal uno.
Compraban mucha fruta como cañas, manzanas,
naranjas, plátanos, guayabas, jicamas, etc. Mi papá daba hasta dos vueltas al
centro para volver con costales de estas frutas.
Ponían mucha flor de muerto mejor conocida
como “Cempasúchil” y también otra flor guinda llamada “Terciopelo”. También otras flores llamadas “Nube”.
Por ultimo agregaban diferentes guisos que
era tradición poner y además aquellos que les gustaron a sus difuntos particularmente. En casa
siempre ponían Pipian Verde, Tamales de Ceniza para acompañar el pipian, Mole
Poblano, Arroz con Leche, Dulce de Tejocote y Guayaba, Pepitoria, Ponteduro (dulce
de maíz y piloncillo), Calabaza en Tacha, Camotes, Chayotes hervidos y muchas cosas más que escapan a mi
memoria.
Estos platos y postres requerían de mucha preparación y la noche del 31 de octubre no dormían ni mi mama ni mi abuelita porque toda la noche se la pasaban cocinando. Nosotros los niños complementábamos la escena estorbando y haciendomil preguntas.
Estos platos y postres requerían de mucha preparación y la noche del 31 de octubre no dormían ni mi mama ni mi abuelita porque toda la noche se la pasaban cocinando. Nosotros los niños complementábamos la escena estorbando y haciendomil preguntas.
Mi abuela, que nació en 1900, nos contaba
historias mientras molía en el metate y moldeaba entre sus manos el triángulo
que conformaba el “Ponteduro”:
“Había un señor que no creía en estas
celebraciones, ni que los muertos volvían a sus casas y probaban la ofrenda que
sus seres queridos les habían puesto, así que cuando su esposa quiso poner la
ofrenda el 1 de noviembre para su suegra que había muerto ese año, el señor se
negó rotundamente, diciéndole que se dejara de tonterías, que eso no era cierto
y que no le daba permiso de ponerla. La señora insistió mucho, le dijo que
aunque sea le pusieran un vaso de agua y una veladora, el señor dijo que no y
que era su última palabra. Antes de irse al campo a trabajar puso un ocote
sobra la mesa y le gritó a su esposa “¡Ahí está la ofrenda!” y se fue.
Las señoras de ese tiempo eran muy
obedientes así que no puso nada, dejó el ocote sobre la mesa y siguió aseando
la casa murmurando oraciones por el alma de su suegra.
El señor ese día se ensimismó tanto en el
trabajo y estaba tan enojado por las necedades de su mujer que no se dio cuenta
que le cayó la noche. Cuando quiso volver a su casa estaba todo tan negro que
se perdió en el camino. De pronto vio una hilera de luces que venían en
dirección a él y se asustó, se quedó pegadito al tronco de un árbol sin
moverse. Cuando la procesión se acercó desfilaron ante él ánimas cargando sus
veladoras, guisos, frutas, flores, iban susurrando un canto celestial y festivo.
Muy atrás venía una ánima silenciosa, sin luz que la alumbrara, cuando pasó al
lado suyo ésta volvió la cabeza hacia él, mostrándole el ocote que llevaba en
la mano. El señor echó a correr asustadísimo
y no paró hasta que llegó a su casa, le pidió perdón a su mujer, no le contó lo
que le pasó pero a partir del siguiente año siempre hubo una ofrenda en su casa”.
Entre historias de este tipo íbamos viendo
cómo iban quedando los platos listos, los iban poniendo en la mesa, a la que
agregaban como toque final algún licor y cigarros de la preferencia de los
muertos homenajeados.
Nosotros los niños mirábamos con fascinación
la ofrenda. Encendían el copal y el incienso y hacían un caminito con hojitas
de cempasúchil desde la mesa de la ofrenda hasta la puerta de entrada a la casa
para que “encontraran” el camino. Apagaban las luces y la única luz era la de las
veladoras encendidas, el humo del incienso y los olores mezclados de todas esas
viandas hacían un olor único que recuerdo perfecto mientras escribo esto. Nuestras
enormes ganas de probar la ofrenda nos las aguantábamos. No podíamos tocar nada
y no lo hacíamos porque creíamos firmemente en la amenaza de: ¡Si se comen algo
de la ofrenda vendrán los muertos a “jalarles las patas”!.
Los que inculcaron en nosotros esas tradiciones ya no están, hoy son ellos los homenajeados. De ninguna manera ponemos una ofrenda de ese tipo, pero tampoco ponemos un ocote ¿eh?, veladoras, flores, agua, pan y fruta seguro que lo encuentran. Tampoco esperamos a que se levante la ofrenda para probar el pan hasta que se ha puesto duro. Le damos sus pellizcadas antes y sabemos que no habrá jalada de patas, sino una sonrisa amorosa de comprensión desde el cielo.