domingo, 21 de abril de 2013
Soledad en compañía.
Ocupan una mesa frente a la mía, es una pareja entrada en años. No los veo cruzar ni miradas ni palabras. Ordenan su cena.
En este restaurante de cadena no hay bar ni sirven cocteles, lo único que he visto que sirven con la comida o con la cena son cervezas, por eso llama mi atención cuando a la señora le llevan una pequeña botella, de las que hay en los mini bares en las habitaciones de los hoteles.No ha comenzado a cenar cuando ya ha vaciado su contenido.
Cenan con la vista baja, concentrados en el plato que tienen enfrente, el único ruido que hacen es el que producen sus tenedores y cuchillos.
Otra botellita.
El señor termina su cena, se le nota incómodo, cansado. Ella llama a la mesera y pide una tercera botellita. El alcohol no le ha agregado ni una chispa a su mirada, por el contrario, sus ojos lucen hundidos y vacíos. Tan hundidos como el señor en su asiento.
Otra botellita.
Me marcho cuando la señora con una seña pide una quinta botellita. La mesera dirige una mirada al señor esperando que intervenga; éste no abre la boca. No quiero ver cuando le nieguen la bebida, no quiero ver la condición en la que se levantará de la silla. Me siento apenada por los dos.
Esas pequeñas botellas se ven gigantes en la mesa, tan gigantes como la brecha entre ellos dos.
domingo, 14 de abril de 2013
Gracias por lo que no tengo.
Conduzco con cuidado por ese tráfico infernal de viernes por la tarde, maldigo la falta de educación vial, el exceso de automóviles y la sobre población mundial, cuando de pronto veo sobre el carril derecho a un hombre mayor sorteando el tráfico y empujando la silla de ruedas de otro hombre todavía más anciano que él y que no tiene piernas. Me entristezco por ellos y cambio mi actitud.
Agradezco por conducir un coche y por estar sana y completa.
Me quejo en el supermercado porque cada fin de semana los precios están más altos, el cereal, los quesos, el café, la fruta. Cuando hago la fila para pagar, una mujer delante de mí lleva tres bolsas de pasta para hacer sopa. Cuando va a pagar le dicen que son doce pesos. Sólo lleva diez... devuelve una bolsa de sopa. Le pregunto si no la ofende que la ayude y su mirada dice lo que sus labios no se atreven.
Agradezco por tener un trabajo.
Hace poco fuimos a comprar pescado para comer el viernes santo. Ya saben, la abstención de carne roja es buen pretexto para darse una comilona de mariscos y pescados. Como había tanta gente en los alrededores tuvimos que estacionar el coche a varias calles de la pescadería. Hacía un calor tremendo y mientras caminábamos nos quejábamos de los casi 30 grados de calor que caían a plomo sobre nuestras cabezas; de pronto vimos a un hombre que vendía artesanías, estaba muy requemado por el sol. Lo vimos sentado en el quicio de una puerta, exhausto. Sólo nos vio pasar ya sin fuerza para ofrecernos sus productos. Mi hermana y yo nos miramos y sin decir palabra nos metimos a una tienda a comprarle agua y fruta. Cuando volvimos ya no lo encontramos. Nos sentimos muy mal por no haber podido ayudarlo.
...
Sucede que solemos quejarnos por lo que nos sale mal o vivimos haciendo el recuento de aquello de lo que carecemos, no nos detenemos a pensar que si tenemos seres queridos (familia o no), un techo sobre nuestra cabeza, un plato sobre nuestra mesa, un trabajo y salud, somos seres bendecidos y con todo por agradecer.
Nuestras no carencias, nuestra no enfermedad, nuestra no falta de amor nos comprometen a ser felices y agradecidos por lo que sí poseemos. Es la hora de dar gracias.
Un tip: La felicidad se multiplica si ayudamos a los menos afortunados que nosotros. ¡A ayudar!
Agradezco por conducir un coche y por estar sana y completa.
Me quejo en el supermercado porque cada fin de semana los precios están más altos, el cereal, los quesos, el café, la fruta. Cuando hago la fila para pagar, una mujer delante de mí lleva tres bolsas de pasta para hacer sopa. Cuando va a pagar le dicen que son doce pesos. Sólo lleva diez... devuelve una bolsa de sopa. Le pregunto si no la ofende que la ayude y su mirada dice lo que sus labios no se atreven.
Agradezco por tener un trabajo.
Hace poco fuimos a comprar pescado para comer el viernes santo. Ya saben, la abstención de carne roja es buen pretexto para darse una comilona de mariscos y pescados. Como había tanta gente en los alrededores tuvimos que estacionar el coche a varias calles de la pescadería. Hacía un calor tremendo y mientras caminábamos nos quejábamos de los casi 30 grados de calor que caían a plomo sobre nuestras cabezas; de pronto vimos a un hombre que vendía artesanías, estaba muy requemado por el sol. Lo vimos sentado en el quicio de una puerta, exhausto. Sólo nos vio pasar ya sin fuerza para ofrecernos sus productos. Mi hermana y yo nos miramos y sin decir palabra nos metimos a una tienda a comprarle agua y fruta. Cuando volvimos ya no lo encontramos. Nos sentimos muy mal por no haber podido ayudarlo.
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Sucede que solemos quejarnos por lo que nos sale mal o vivimos haciendo el recuento de aquello de lo que carecemos, no nos detenemos a pensar que si tenemos seres queridos (familia o no), un techo sobre nuestra cabeza, un plato sobre nuestra mesa, un trabajo y salud, somos seres bendecidos y con todo por agradecer.
Nuestras no carencias, nuestra no enfermedad, nuestra no falta de amor nos comprometen a ser felices y agradecidos por lo que sí poseemos. Es la hora de dar gracias.
Un tip: La felicidad se multiplica si ayudamos a los menos afortunados que nosotros. ¡A ayudar!
viernes, 5 de abril de 2013
Herminia
Herminia es esa señora que asea
silenciosamente las oficinas de una empresa cualquiera y que pasa inadvertida
para la mayoría de las personas que la rodean.
Su rostro luce siempre triste
pero sereno, aunque tiene 56 años parece que tuviera muchos más y
cómo no, si ha trabajado duro desde que era una niña y ha tenido que enfrentar revés tras revés toda su vida.
Nació en Huauchinango, Puebla y
fue la mayor de tres hermanos. Nació en medio de la pobreza y con un padre
autoritario que aterrorizaba a la familia y golpeaba a su madre. Cuando su
padre llegaba de trabajar, se sentaba a comer y estiraba la mano
para tomar la tortilla recién hecha. La tortilla en ese preciso momento debería
estar esponjando, es decir, separando su piel delgada de la gruesa. Si esta
condición fallaba, porque recién se había desinflado la tortilla o porque ésta requería de unos segundos más para
inflar, despertaba la furia del padre, que aventaba el bracero de la madre y
arremetía contra ella a patadas.
Cuando su mamá estaba embarazada
de su tercer hijo, el señor le pegó tan fuerte y tan repetidamente en el vientre
que cuando poco tiempo después le sobrevino un cáncer de matriz, a
Herminia siempre le quedó la impresión de que algo tuvieron que ver esas
patadas para que su mamá se enfermara.
Su madre muere a los
24 años, luego del funeral el padre la manda con sus dos hermanitos a
la tienda y le ordena no regresar sino hasta luego de un rato. Cuando se
acercan de regreso a casa ve a su padre rodeado de personas y entregándoles
papeles. Su padre estaba regalando a sus hijos a tres diferentes familias.
A Herminia le ha tocado quedarse
en manos de su madrina, así que le suplica a ésta entre sollozos que permita
que sus hermanitos se queden con ella, que le promete que ella los mantendrá.
La señora accede y puntualiza que ella no gastará un centavo en sus
hermanitos. A partir de ese momento ella comienza a trabajar, mantiene a sus hermanos y los manda a la escuela en su momento. Sólo tiene
8 años de edad.
Herminia asiste a un colegio de
monjas y forja una fe inquebrantable que
le dará fuerza toda su vida y que será su herramienta más importante para
sobrevivir.
Se casa siendo muy joven como dicta la tradición y tiene siete hijos. Como dicta también la tradición su
esposo comienza a golpearla, pero cesan los golpes cuando los hijos crecen y se
lo impiden.
Uno de sus hijos, a la edad de
diez años, de pronto comenzó a gatear porque “se cansa de estar parado”, pocos
días después al salir del baño le dice a su madre: ¡Mira mamá, estoy creciendo
de un solo lado!” Herminia comprueba horrorizada que es verdad. Le diagnostican un tumor
cerebral. Los doctores les dicen que si no lo operan se morirá, y que de
operarlo existe un gran riesgo de que quede en estado vegetativo o con
secuelas.
Herminia y su esposo discuten. Él
se opone a la operación y dice “Que muera si Dios así lo quiere”, ella pide que lo
operen porque lo quiere vivo aunque sea
en estado vegetativo, dice que no va a sentarse a esperar verlo morir. Su
esposo acepta firmar para que lo operen pero le dice a Herminia: “Para mí, mi
hijo está muerto y no me hago cargo”. Lo operan y tras un mes de inconsciencia
comienza a reaccionar, es como un bebé, hay que comenzar a enseñarle todo.
Herminia toma la difícil decisión
de trasladarse a la ciudad de Puebla para trabajar formalmente y tener
seguridad social para su hijo enfermo. Su esposo tiene un trabajo itinerante de
albañilería y poco se le ve. Sus otros hijos se quedan en Huauchinango porque así
les conviene a todos en ese momento. Consigue
trabajo en un lugar que presta servicios de intendencia a diferentes
empresas.
Los años transcurren y va adquiriendo enfermedades en el camino, padece hipertensión, diabetes y cáncer de tiroides.
Cuando trabajando le hacía un
mandado a alguien y éste le trataba de dar una propina no la aceptaba porque a
ella le enseñaron que los favores no se cobran.
Se alimenta muy disciplinadamente
y toma sus medicinas puntualmente para controlar mejor sus enfermedades. Cocina
tan rico que estando trabajando en el aseo de una empresa corporativa le piden los
empleados que les venda mole poblano, o tamales,
chile molido y gorditas. Herminia acepta pero vende al costo, no gana nada porque le da vergüenza
cobrar, a veces pierde porque no puede cargar los tamales y paga un taxi. Aún así
hay quienes le pagan en abonos, si es que le pagan. Su ángel de la guarda la regaña y le explica que debe ganar algo, aunque sea poquito y así lo hace.
Vende tan bien que sus
compañeros de intendencia se unen en su contra por esa razón y porque pide
permiso de ausentarse dos veces por mes, una para consulta de su hijo y otra
para consulta propia. Logran que la echen de esa empresa.
Sus idas y venidas a Huauchinango
son frecuentes, su esposo se encela de que los hijos hagan tantas “fiestas” al verla; uno de ellos
le contesta siempre: “es que de niños tuvimos pura madre y pues hoy vales eso,
madres” a veces estaban a punto de
liarse a golpes pero Herminia metía paz.
Eso la hacía sufrir mucho, y es que según cuenta ella misma, los hijos están
afectados por el desapego del padre; nunca se acercó a ellos y mucho menos los
cargó porque decía que lo ensuciaban.
A veces ve a su padre en el
zócalo del pueblo, sus hijos la animan a que lo salude y ella lo hace a
regañadientes. Le pregunta cómo está y el señor contesta: “¿Y cómo quieres que
esté? Enfermo porque no me atiendes como es tu obligación” Él no es el único que le reprocha eso, ha
tenido que enfrentar dos demandas absurdas de parte de dos diferentes mujeres
de su padre reclamándole su abandono y falta de manutención.
En noviembre de 2012 le avisan
que murió uno de sus hijos, el que solía reñir con el padre, le habían
detectado cáncer de hígado tres meses atrás.
Este febrero pasado ha muerto
Toño, el hijo enfermo que la trajo a
esta ciudad. Se murió tras convulsionarse
por un ataque epiléptico. El padre fiel a su palabra jamás contribuyó a sus
gastos o cuidados.
Herminia se ha despedido de
nosotros, se regresa a su pueblo porque no estando Toño su estadía ya no tiene
razón de ser, también se va porque los hijos que le quedan la reclaman, le dicen
que si esperará a que muera otro de ellos para regresar.
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