Yo era aún una niña cuando mi madre tuvo
a su doceavo y último hijo, una partera fue a asistirla
a casa porque luego de un par de malas experiencias en el
casi recién estrenado IMSS mi madre no quiso ir nuevamente y tuvo a su última bebé igual que tuvo a los primeros, en casa y con partera.
A todos
los niños nos reunieron en el cuarto de costura de la abuela, para
que no nos enteráramos cómo era que la cigüeña hacía sus
entregas.
Estar encerrados en ese cuarto que
normalmente era vetado para nosotros era un sueño. Yo apenas tenía
conciencia de lo que estaba sucediendo allá afuera, estaba fascinada
con todas esas telas por doquier, hilos de todos colores, agujas, botones, cierres, cinta métrica, etc. y en el centro de la habitación la flamante máquina de coser, de esas antiguas de
pedal. Esa máquina mágica de la que salieron nuestros vestidos de
primera comunión, nuestros “hotpants” para ir al “Calvario”
en semana santa y hasta uno que otro vestido largo de 15 años.
Cuando pudimos salir vimos asombrados a
la recién nacida. A ella, la última, le tocó llevar el nombre de
nuestra madre: Rafaela. Un nombre de carácter al que madre e hija
hicieron honor.
Mis padres tuvieron hijos sistemáticamente
cada dos años desde que se casaron y hasta que la naturaleza dijo
basta. En esos tiempos era así. Ella era una mujer fuerte con una salud frágil, nos contaba que
cuando mejor se sentía era cuando estaba embarazada, parece ser que
sus hijos en gestación reacomodaban placenteramente el interior de
su ser.
Mi madre era una mujer muy atractiva, con
un porte altivo y de andar enérgico. Una mujer orgullosa y sabia
que supo, con la ayuda de mi padre y abuela paterna educar a doce
niños en un ambiente que podría considerarse adverso. Nos amó a todos por igual y así nos lo hizo sentir, todos éramos especiales y queridos.
La recuerdo muy alta y en
realidad no lo era tanto, es que así de grandota la veía. Ante
mis ojos era algo así como una súper heroína, todo lo encontraba,
todo lo sabía, todo lo arreglaba. Por ejemplo si perdíamos una
llave ella tomaba el candado con un mano y con la otra se quitaba un
pasador del cabello y en dos movimientos el candado estaba abierto.
Allí donde yo veía un problema insalvable ella lo resolvía en dos pasos.
Se casó siendo muy joven y tenía una
relación cordial con su suegra. Siempre le habló de usted,
sin embargo las recuerdo jugando y en ocasiones esos juegos los terminaban rodando por
la cama o en el suelo, muertas de la risa. ¿Quién puede llevar una
relación así con su suegra?
Cuando mi mamá acudía a la escuela para una
junta o para resolver algún problema, o simplemente iba por nosotros, nos sentíamos henchidos de orgullo y decíamos "¡Mira, esa es mi mamá, vino por mí!
Recuerdo que a veces mi mamá se permitía un pequeño lujo, generalmente cuando estaba embarazada. Se compraba una Pepsi y un
Gansito. Se sentaba en el patio junto al capulín y cuando estaba a
punto de morder el Gansito se veía rodeada de pronto por sus
pequeños hijos. No le pedíamos, era de ella!, pero pues podíamos
mirar un poquito verdad? Entonces con gesto resignado comenzaba a
circular su gansito y su refresco entre todos, algunas veces habrá
alcanzado a dar una mordida y un trago... otras veces no.
A todos nos asignaba tareas según la
edad, hacer camas, lavar trastes, hacer los mandados, cuidar a los
más pequeños o ayudarlos en su tarea escolar, cocinar, etc.
En las tardes podíamos salir a jugar,
era una calle cerrada y era toda nuestra, a veces élla jugaba con
nosotros beis, o toro, o piso, nos enseñaba rondas (¡Amo ato,
matarilerilero...!), otras más se quedaba viéndonos desde la puerta
de la casa, cuidándonos. Cuando comenzaba a caer la noche nos
llamaba a gritos... ¡Carolina, Irene, Pepe., Miguel, etc, (muchos etcéteras)! nosotros por
supuesto no siempre atendíamos a la primera llamada, pero era bajo
nuestro riesgo.
Luego de dos o tres gritos la veíamos
entrar a casa, para salir enseguida con un cinturón en la mano,
entonces sí hacíamos caso. Entrábamos corriendo en fila india,
ella parada en la puerta soltaba uno que otro cinturonazo, los
rápidos y listos la libraban, los lentos y zoquetes llevábamos
doble ración.
Mi madre sí que se ayudó con el
cinturón o con el zapato cuando hizo falta para redondear nuestra
educación. Una nalgada o cinturonazo en el momento justo obraron
maravillas. Actuó siempre con sabiduría y justicia y estoy
agradecida por ello.
Mis padres eran católicos, así
que nos enseñaron a rezar a ese señor que estaba allá en “los
cielos”, que nos cuidaba y que nos escuchaba cuando necesitábamos
de su ayuda. Nos enseñaron a temerlo y que el mal que se hacía se
pagaba. Recuerdo su larga mano enderezando mis deditos para enseñarme
a hacer la señal de la cruz.
La recuerdo también formándonos y
dándonos unas pastillas de hígado de bacalao que sabían horrible,
o calcio, o de plano nos inyectaba vitaminas, según las
instrucciones médicas.
Cuando adolescentes estaba siempre pendiente de nuestros horarios, si alguna hija no llegaba a la hora habitual comenzaba a mirar el reloj constantemente, peor aún si andaba con amigas o con algún novio que no era del todo de su agrado. En un momento dado se ponía un suéter y salía a esperarla a la parada del autobús. Esos momentos no siempre tenían un final feliz.
Crecimos y siempre permanecimos unidos.
Somos de esas raras familias donde los hermanos no pelean, al
contrario, parecemos muéganos de lo pegados que anduvimos siempre y
hasta la fecha. Nos inculcó el amor y el respeto entre nosotros. Nos
enseñó a no decir mentiras, ella no las decía nunca. Una vez le
rogué ser mi cómplice en una mentira blanca, de esas de broma a mis
hermanos y no logré convencerla. En otras ocasiones le decíamos,
“Má, ¿A quién quieres más de todos tus hijos?” Su respuesta
siempre fue... a todos... y no logramos nunca una respuesta
diferente.
Ya en los últimos años y cuando ya
casi todos mis hermanos se habían ido de casa y habían formado sus
propias familias, recuerdo que pasaba a mi recámara a darme las
buenas noches, se sonreía y desde la puerta me decía... “Buenas
noches hija... te quiero un chingo”.
Cuando mi padre murió la ví
derrumbarse. Estuvieron juntos 50 años. Recuerdo que le daban el
pésame y ella decía con lágrimas en los ojos “Perdi a mi
compañero de vida, me ha dejado sola ¿Qué voy a hacer sin él?
Afortunadamente tenía todavía a sus doce hijos y juntos seguimos
adelante.
Fue una excelente abuela, pero no como
las abuelas tradicionales, nunca “peinó” canas, ni siquiera
usaba anteojos, jugaba con sus nietos tan alegremente que algunos ni
la llamaban abuela, le decían “tía” para su beneplácito,
así de joven lucía, así de jovial era. Una vez una sobrinita le dijo a su mamá... “oye mamá, ¿por qué yo no tengo abuelita?”
“Sí tienes mija, es tu abuela Rafa”, “¡No mamá, yo digo una
a-bue-li-ta, de esas de chongo blanco, gordita y anteojos, con
mecedora para que me cargue y me cuente cuentos!” Pues no, mi madre
no fue ese tipo de abuela.
Como madre de hijas adultas fue
fantástica, nos divertíamos mucho. Era una mujer informada, que evolucionó con los años,
que bromeaba fuerte, haciéndonos preguntas personales y picarescas a
veces. Otras veces nos poníamos serias y hablábamos de religión y
cuestionábamos lo aprendido de niños, ella participaba, concedía,
aprendíamos juntos.
Le gustaba cantar y no se hacía mucho del rogar cuando le pedíamos en coro... ¡Canta "Delgadina"! ¡Canta "Volver Volver"! y de adultos seguíamos jugando, le encantaban los juegos de mesa, como el dominó y las cartas, algunas veces vimos el amanecer jugando. Era fan de llenar crucigramas y tuvo su temporada de "Tetrix" era una vaga jugando carreras de coches. Ya desde niños también fue la campeona familiar del trompo, las canicas el yoyo y la matatena.
Le gustaba cantar y no se hacía mucho del rogar cuando le pedíamos en coro... ¡Canta "Delgadina"! ¡Canta "Volver Volver"! y de adultos seguíamos jugando, le encantaban los juegos de mesa, como el dominó y las cartas, algunas veces vimos el amanecer jugando. Era fan de llenar crucigramas y tuvo su temporada de "Tetrix" era una vaga jugando carreras de coches. Ya desde niños también fue la campeona familiar del trompo, las canicas el yoyo y la matatena.
Como suegra fue un sueño hecho realidad, la
adoraban. Jamás se metió en los matrimonios de sus hijos, aunque
ahí estuvo cuando se necesito su consejo y apoyo.
El tiempo es implacable y mi madre
estaba cada vez más enferma, cada vez más frágil y temerosa de los
diagnósticos médicos. Tantas veces visitó hospitales, tantas veces
le pusieron sueros, tanto la “picaron” como ella decía, que al
final estaba muy cansada y asustada. Era enfática en sus deseos “No
quiero que me dialisen, no quiero un marcapasos, no quiero morir en
el hospital”
Tratamos de hacerle la vida lo más
llevadera posible, aunque con oxígeno los últimos tiempos, cada
paso hacia adelante era una pequeña victoria. Sin embargo llegó el momento
en el que entendimos que comenzaba la
cuenta regresiva. Ella marcó ese momento cuando cambió el “no me
quiero morir, me gusta la vida, quiero seguir con mis hijos, ya le
dije a tu papá que ya pronto estaré con él, pero que me espere
otro poquito” al “Ya hablé con el Señor de las Maravillas, le
pedí tiempo pero me dijo que ya es la hora, y es que ya es mucho
dolor, la vida así ya no vale la pena vivirla, es hora de irme”
Se fue hace casi tres años. Murio en
su casa como era su deseo, murió rodeada de sus hijos, nietos,
bisnietos y yernos. Se fue en paz.
Su legado de amor nos enaltece, su corazón bravío late en cada uno de nosotros. Ella nunca se irá del todo.
¡Yo también te quiero un chingo Má!