miércoles, 7 de mayo de 2014

La mamá

La mamá… pues es la mamá.

Es que salimos de su cuerpo, de su propio cuerpo, y ese lazo que cortan cuando nacemos nos separa físicamente, pero siempre está ahí, uniéndonos, tengamos la edad que tengamos, esté todavía a nuestro lado o ya no.

No importa cuántos años tengas, qué tan importante seas o qué tan fuerte o duro te hayas convertido como adulto, cuando un hombre o mujer habla de su madre, su expresión cambia, se vuelve ese niño sentado en su regazo, vuelve a ser ese bebé siendo amamantado, regresa a ser ese niño sostenido por la mano de su madre.

La mamá nos marca de por vida. Su ternura, sus palabras, sus gestos y sus actos nos acompañan siempre, la cara se nos ilumina al pensar en ella, al hablar de ella.

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Abro este paréntesis para incluirte aquí a ti, a ti que tuviste el infortunio de tener una madre de esas que no sienten amor por sus hijos o que son malas personas; también a ella la recordarás, y harás un puchero cuando algo o alguien te la recuerde o te la mencione, porque no hay psicólogo o terapia que pueda erradicar jamás el triste y doloroso recuerdo de una mala madre. Porque no podrás superar que ese ser del que todos dicen que ama incondicionalmente, no te amó a ti. La vida te debe una.
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Tan presente tenemos a la madre, que la mentamos todo el día, curiosamente en un sentido negativo y generalmente para insultar. ¿Por qué será que mentamos tanto a la madre?

Chinga a tu madre, qué poca madre, no tienes madre, estoy hasta la madre, me vale madres, qué madres es eso, es una madrecita, te parto la madre, ni madres, chingada madre… y así, mentadas de madre de a madres.

Gracias a la mujer que nos enseñó a hacer rayitas, a sostener un tenedor, a hacer la señal de la cruz, a la que nos echó porras, a la que nos llevó corriendo al hospital con la cabeza o rodilla ensangrentada, a la que enfrentó al maestro, compañero o vecino abusivo. Gracias a la mujer que nos peinaba, que bailaba y cantaba con nosotros. Gracias a las madres que tuvieron la sabiduría de enseñarnos que más allá de ser importantes o famosos debíamos ser felices.

La madre, esa mujer que idolatramos de niños y a la que no queríamos perder de vista ni un segundo; a la que negamos o de la que nos avergonzamos como adolescentes, con la que se discute y apenas se tolera como adulto, y a la que se vuelve arrepentido cuando uno mismo se convierte en madre o padre, y por fin comprende la difícil, dificilísima función que cumple la madre, sin más guía que su intuición, buena intención y una carga infinita de amor.

La mujer con la que siempre nos sentimos en deuda, a la que cuesta decirle que se le quiere, por la que sentimos que no hicimos lo suficiente o no le agradecimos tanto como debíamos.
(¡Aprovecha ahora, llámala por teléfono, si la tienes a mano abrázala, pídele perdón si debes, o enciende una luz en su memoria si ya no está!)

Gracias mamá por creer en tu obra, por tu amor sin condición, gracias por vernos hermosos aunque para el resto no lo seamos, gracias por creer que somos los más inteligentes y mejores que los demás.

Un aplauso cargado de emoción y amor a la madre, a la obrera que recibe entre sus manos la materia prima en forma de un recién nacido y que entrega su vida entera para formar mujeres y hombres de bien, su obra maestra, sus hijos. 

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