La
mamá… pues es la mamá.
Es que
salimos de su cuerpo, de su propio cuerpo, y ese lazo que cortan cuando nacemos
nos separa físicamente, pero siempre está ahí, uniéndonos, tengamos la edad que
tengamos, esté todavía a nuestro lado o ya no.
No
importa cuántos años tengas, qué tan importante seas o qué tan fuerte o duro te
hayas convertido como adulto, cuando un hombre o mujer habla de su madre, su
expresión cambia, se vuelve ese niño sentado en su regazo, vuelve a ser ese
bebé siendo amamantado, regresa a ser ese niño sostenido por la mano de su
madre.
La mamá
nos marca de por vida. Su ternura, sus palabras, sus gestos y sus actos nos
acompañan siempre, la cara se nos ilumina al pensar en ella, al hablar de ella.
***
Abro
este paréntesis para incluirte aquí a ti, a ti que tuviste el infortunio de
tener una madre de esas que no sienten amor por sus hijos o que son malas
personas; también a ella la recordarás, y harás un puchero cuando algo o
alguien te la recuerde o te la mencione, porque no hay psicólogo o terapia que
pueda erradicar jamás el triste y doloroso recuerdo de una mala madre. Porque
no podrás superar que ese ser del que todos dicen que ama incondicionalmente,
no te amó a ti. La vida te debe una.
***
Tan
presente tenemos a la madre, que la mentamos todo el día, curiosamente en un
sentido negativo y generalmente para insultar. ¿Por qué será que mentamos tanto
a la madre?
Chinga
a tu madre, qué poca madre, no tienes madre, estoy hasta la madre, me vale
madres, qué madres es eso, es una madrecita, te parto la madre, ni madres,
chingada madre… y así, mentadas de madre de a madres.
Gracias a la mujer que nos enseñó a hacer rayitas, a sostener un tenedor, a hacer la señal de la cruz, a la que nos echó porras, a la que nos llevó corriendo al hospital con la cabeza o rodilla ensangrentada, a la que enfrentó al maestro, compañero o vecino abusivo. Gracias a la mujer que nos peinaba, que bailaba y cantaba con nosotros. Gracias a las madres que tuvieron la sabiduría de enseñarnos que más allá de ser importantes o famosos debíamos ser felices.
La
madre, esa mujer que idolatramos de niños y a la que no queríamos perder de
vista ni un segundo; a la que negamos o de la que nos avergonzamos como
adolescentes, con la que se discute y apenas se tolera como adulto, y a la que
se vuelve arrepentido cuando uno mismo se convierte en madre o padre, y por fin
comprende la difícil, dificilísima función que cumple la madre, sin más guía
que su intuición, buena intención y una carga infinita de amor.
La
mujer con la que siempre nos sentimos en deuda, a la que cuesta decirle que se
le quiere, por la que sentimos que no hicimos lo suficiente o no le agradecimos
tanto como debíamos.
(¡Aprovecha
ahora, llámala por teléfono, si la tienes a mano abrázala, pídele perdón si
debes, o enciende una luz en su memoria si ya no está!)
Gracias
mamá por creer en tu obra, por tu amor sin condición, gracias por vernos
hermosos aunque para el resto no lo seamos, gracias por creer que somos los más
inteligentes y mejores que los demás.
Un aplauso cargado de emoción y amor a la madre, a la obrera que
recibe entre sus manos la materia prima en forma de un recién nacido y que
entrega su vida entera para formar mujeres y hombres de bien, su obra maestra,
sus hijos.
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