domingo, 21 de abril de 2013
Soledad en compañía.
Ocupan una mesa frente a la mía, es una pareja entrada en años. No los veo cruzar ni miradas ni palabras. Ordenan su cena.
En este restaurante de cadena no hay bar ni sirven cocteles, lo único que he visto que sirven con la comida o con la cena son cervezas, por eso llama mi atención cuando a la señora le llevan una pequeña botella, de las que hay en los mini bares en las habitaciones de los hoteles.No ha comenzado a cenar cuando ya ha vaciado su contenido.
Cenan con la vista baja, concentrados en el plato que tienen enfrente, el único ruido que hacen es el que producen sus tenedores y cuchillos.
Otra botellita.
El señor termina su cena, se le nota incómodo, cansado. Ella llama a la mesera y pide una tercera botellita. El alcohol no le ha agregado ni una chispa a su mirada, por el contrario, sus ojos lucen hundidos y vacíos. Tan hundidos como el señor en su asiento.
Otra botellita.
Me marcho cuando la señora con una seña pide una quinta botellita. La mesera dirige una mirada al señor esperando que intervenga; éste no abre la boca. No quiero ver cuando le nieguen la bebida, no quiero ver la condición en la que se levantará de la silla. Me siento apenada por los dos.
Esas pequeñas botellas se ven gigantes en la mesa, tan gigantes como la brecha entre ellos dos.
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